viernes, 28 de enero de 2011

Los pechos de Anne Hathaway

Ayer por la noche fui al cine con mi chica.
La película que vimos era Amor y otras drogas. Protagonizada por el chico guapo de Brokeback Mountain y la chica guapa de El diablo se viste de Prada.
No entraré a hacer un análisis cinematográfico del film, pero sí un análisis del pecho de Anne Hathaway.


Como podéis ver, la actriz norteamericana se desnuda varias veces a lo largo de la película dejando al aire sus maravillosos atributos. Hathaway se hizo famosa por ser el rostro de aquella Princesa por sorpresa, una niña desaliñada que se convierte, del día a la mañana, en la sucesora de un país imaginario donde el alimento nacional son las peras. Y aquí es donde quería llegar. Puede que parezca uno de esos chistes del destino, pero Anne Hathaway tiene unas peras muy bonitas de Hollywood. Con todo mi respeto.

Son ovaladas, amplias, el pezón rosado en su justa medida, caen vaporosa y ligeramente en un movimiento que da ganas de acurrucarse entre ellos.
Así pues, coloco los pechos de Anne Hathaway en el primer puesto de mi exclusiva lista de "pechos-bonitos-de-chicas-que-no-suele-enseñarlos".

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viernes, 21 de enero de 2011

Condón rojo


Ahí estaba yo caminando por uno esos interminables transbordos de una línea de metro a otra en Barcelona, volviendo a mi casa de un brunch con unos amigos, algo fumada, cuando veo un condón rojo en el suelo. Sí, un preservativo, usado o no, en medio de esa estación de la zona con más clase de la ciudad. Un profiláctico desolado, olvidado, perdido entre tacones de aguja, maletines, abrigos largos, trajes y calvicies devidas al estrés.
Seguí mi camino e intenté recordar cuándo fue la última vez que tuve un condón en las manos. Me metí en el metro, cinco paradas, y llego a casa. Y seguí haciendo memoria. "¿2006? No... ¿Olivier? Ui no, eso es del 2008, por lo menos... ¿Marc? Que va, hubo alguien después..." me esmeré en recordar pero no podía. Como esa laguna que planea sobre tu cabeza tras una noche de alcohol y otras sustancias. No había manera, no conseguía ordenarlos y ubicar el preservativo en su sitio.
Y de tanto pensar en ello, ensimismadísima, me pasé de parada. Sí, tal cual. Me olvidé del condón y de mi parada. Y ahí estaba yo, bajándome Dios sabe dónde, y volviendo sobre mis pasos.

Qué vergüenza. Y digo vergüenza porque me he pasado de parada tres veces en mi vida. Dos de ellas por cuestiones puramente intelectuales: una hace muchos años, en primero de carrera, absorta en la lectura de Una soledad demasiado ruidosa de Bouhmil Hrabal; y la otra, por la misma época, completamente sumergida en El país de las últimas cosas del genial Paul Auster. Y la tercera debido a un despiste de hermanas, ahí estábamos las dos hablando y hablando de algo tan importante que acabamos en la Vall d'Hebrón.
Y esta era la cuarta vez que me pasaba de parada: por intentar recordar cuándo y con quién fue la última vez que utilicé una goma.

Ya en la línea correcta y la dirección correspondiente, seguí con mi particular fijación: ¿quién? "El holandés errante no porque es de antes de Marc... uf, qué pequeña la tenía el holandés... y qué barbara más larga... ¡Ui, qué bien! ya no me tengo que preocupar de las barbas..." y así hasta que llegué a mi parada. Bajé, algo despistada y me dí de bruces con alguien. "Perdona, perdona..." me dijo una voz de chico joven. Pasó por mi lado y se metí en el vagón. Lo miré, y me recordó a alguien. Las puertas del metro se cerraron, seguí hacia delante, y me giré. Él me miraba desde dentro y me sonreía. Yo no, no por nada, sino porque no sabía a quién me recordaba.
Y como una revelación digna de Buda en su ascensión al nirvana, mi mente se despejó y lo vislumbré todo. Las dos dudas: ese chico se parecía a Alex, mi "cerdako". Y fue con él con quién utilicé mi último preservativo. Fue una tarde-noche de domingo de octubre, en su piso, como siempre. Hacía tiempo que no lo veía y me apetecía su carne tersa y musculosa. Nos magreamos en el sofá. Tenía unas abdominales perfectas, no estaban marcadas, pero al tacto se sentían duras. Sus pectorales resplandecían bajo un vello fino algo rojizo. Sus pecas, esparcidas por todo el cuerpo, se encendían cuando se ponía cachondo. Y me levantó del sofá hasta el pasillo. Y me apoyó contra la pared, y nos besamos, y me comió una oreja, y luego la otra. Corrimos hasta la cama, porque así era él, "me gusta follar en la cama", me decía. Pues vayamos, tú primero, por favor.
Me desnudó con fuerza y decisión, diciéndome cosas obscenas a la oreja. Por eso era, y será, mi "Cerdako". Un chiquillo auténtico con un pene muy bonito. Algo curvado y con una de las mejores erecciones que he visto. Estábamos completamente en cueros y él se levantó a por uno de sus preservativos. Normalmente se lo ponía él, pero esa vez, no sé porqué, le dije que me dejase hacerlo a mí. Me alargó el sobrecito, lo abrí con los dedos y saqué el condón.

Y cuál fue mi sorpresa, entonces y ahora, que el condón era de color rojo.

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Que sí... que no...



Solemos participar de un juego que hemos aprendido con el tiempo. No hay reglas, lo único: decir que "no" y que la otra insista para así, por fin, arrancarle la ropa y follársela a lo bestia. Es nuestro pequeño divertimento antes de quedarnos dormidas.

Ayer fue uno de esos días. Normalmente soy yo la que se deja arrastrar y dice "no, no..." cuando Sofia me intenta meter la mano bajo las bragas. "No, cariño, ahora... que tengo sueño..." le digo. Y ella sigue, se mueve sigilosa en nuestra cama, se arrastra hasta mis piés, forcejea con mis piernas. "Ai amor, ahora no..." y me río. Y nos reímos. Y ella sigue. Y así hasta que desiste.
Pero ayer por la noche nos cambiamos los papeles. Esta vez era yo la que iba cachonda perdida, la que quería guerra. Guerra sucia. Guerra de trincheras. E insistí, pero ella me repetía que no. Que no le apetecía. "¿¡Cómo no te va a apetecer!?" le decía yo. Y ella se giraba y me daba la espalda. Y yo me volvía más loca.

Finalmente nos acoplamos en nuestra posición "de dormir": ella boca arriba, y yo de lado, con una pierna por encima de su cadera. Me estaba quedando dormida cuando noté su pubis elevarse. Sus manos se acercaron a mi cara y nos besamos intensamente. Esos labios... Sofia tiene la boca más excitante que jamás he conocido. "Que cabrona eres... lo has conseguido..." me dice mientras me quita la camiseta.
Nuestras respiraciones son generosas, abiertas. Le arranco el pantalón de pijama. Y me meto entre sus piernas. Un par de piernas larguísimas. Un par de grúas. Y me humedezco el dedo corazón en mi boca y lo paso suavemente por su clítoris visiblemente enrojecido y caliente. Ella me quiere quitar la ropa pero no puedo esperar. Quiero follarla. Y esta vez soy yo la que le dice que "no... déjame...". Y le introduzco el dedo suave, despacio, notando todo su orificio húmedo, impregnado. Chorreante. Y sopla por la boca y se mueve con energía, quiere más, pero yo sé que a ella le gusta despacio.

Le introduzco el dedo índice junto al corazón y las envestidas son más directas. Hacia arriba. Bien arriba, presionando. Uf... yo me estoy poniendo loca.
Y la locura nos invade a las dos y ella se moja los dedos y se masturba mientras yo la muevo con mis dos dedos. Me encanta verla así, desbocada. Me encanta meterle los dedos y que ella, desesperada, se separe los labios y se toque el clítoris, con fuerza. Su cuerpo se arquea y yo me noto mojada. Mucho. Jadea fuerte, dura. Y me acerco a su cara... "ssshh..." le susurro. Y sigo apretando su punto débil, dentro, arriba, caliente. Y sigo, más adentro, más arriba, más caliente. Y entonces ocurre lo maravilloso: su cabeza se mueve hacia atrás, la boca se desencaja, su cuello se torna rojo y sus venas exclaman de dolor. Dulce agonía.

Le tapo la boca justo cuando expulsa su placer. Su gemido es seco y directo. Muy sonoro, así que por respeto a nuestra vecina, que ya nos ha oído en más de una ocasión, intento retener el volúmen de su voz, pero no puedo. Bueno, no quiero. Porque a mí también me gusta expulsar el placer por la boca y si se lo impido me traiciono.
La abrazo aún con mis dos dedos dentro de ella. Nos besamos. Tiene el rostro despejado. Es la más bella. Saco mis dedos despacio y ella respira. Y me mira. Y me dice: "eres una zorra". "De nada, mi luz" le respondo.



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[Ya se que algunas imágenes de Google son cutres, pero debido a un cambio de ordenador no tengo en mi posesión mis propias fotografías. Poco a poco iré ampliando mi fototeca para colgarlas por aquí.]

jueves, 20 de enero de 2011

3 años

Ah... este blog acaba de cumplir 3 años.
Quién me lo iba a decir.
Gracias a todos.

Aroma matinal


El olfato es un sentido muy dictatorial en el sexo. Nuestro instinto más animal todavía florece cuando pasamos cerca de alguien que huele. No a rosas, orquídeas, madera de boj o musgo. Sino ese olor intenso que emana de nuestro interior.

Y mi perdición, algo que ya he comentado que me sucedía con Olivier, es el aliento matinal. Hay días en que mi Sofía huele fuerte. Un olor gástrico consecuencia de haber comido hace muchas horas y mal.

Pero la mayoría de mañanas su respiración es cálida, envolvente. Puede que la comparación sea un poco extraña, pero su aliento me recuerda a una escena en la película El imperio contraataca (La guerra de las galaxias II), cuando Han Solo, en medio de la nieve y a unos 20 grados bajo cero, se ve obligado a abrir en dos a su medio caballo medio velociraptor, para introducir a Luke Skywalker y cobijarlo del frío. Esa sensación de calor, de vientre materno. Ese es el auténtico aroma matinal.

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miércoles, 19 de enero de 2011

Justo después de correrse

su cara lo inunda todo.


Cuando Sofía se corre lo hace con fuerza. Machacándose el clítoris. Y cuando, finalmente, desgarra ese orgasmo casi aterrador, toda su fuerza se desvanece. Y entonces viene su mirada limpia, sus labios calientes y rojos, sus pómulos rosados, su pelo enredado entre mis dedos.
Justo después de correrse, Sofía lo es todo e inunda la cama, la habitación, nuestro piso, el barrio, la ciudad...


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martes, 18 de enero de 2011

Muertes y entierros

No quiero volver trágica, pero se ha muerto alguien cercano a mi familia. Concretamente mi abuela y necesito desahogarme.

Mi relación con ella era especial. Especial en el sentido de que no era normal. En el sentido de que yo no jugaba el papel de "nieta" ni ella el de "abuela", aunque siempre había luchado por ello. No me caía bien, no me demostraba amor sincero o, al menos, a mí manera. Ni tampoco a mis hermanos. Pero me cuesta reconocer que su pérdida me ha dolido.

Le he deseado la muerte en más de una ocasión. Incluso ideé un plan para acabar con ella. Pero jamás pude. La Muerte vino a por ella. Se me adelantó.
Ahora, unos días después, me repongo de la devastadora imagen de un entierro. Algo que jamás había visto y que me parece la situación más macabra que había imaginado.
¿Cómo el hombre desea ver estas cosas? ¿Qué nos aporta observar cómo una caja se introduce en un agujero en el suelo? Quizás sea mi vertiente más periodística que aflora como escudo a mis propios sentimientos, pero creo que los entierros no deberían ser necesarios. O, al menos, ante los familiares.
Uno debería morir donde quisiese, o donde hubiese caído muerto. Unos profesionales deberían recoger el cuerpo, introducirlo en una caja y enterrarlo en el suelo. O, mejor, incinerarlo. Y punto. La familia en su casa, llorando su muerte, su no-presencia.

La muerte es una mierda y yo no estoy preparada para vivirla de más cerca.